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viernes, 29 de noviembre de 2013

Este jueves... El cementerio.

LA MUERTE DE VICENTE MIRANDA
Contados son tus momentos,
Mañana u hoy morirás.
¿Que no avise, extrañarás?
No entiendo de cumplimientos.

Rafael Azcona
Redactó su carta de despedida,  como en otras ocasiones, y la colocó estratégicamente dentro del bote de tila. Aquella mañana, Vicente Miranda, había salido de casa antes del amanecer. Tenía la clara intención de arrojarse al pozo de la mimbrera, el mismo al que ya se habían arrojado otros vecinos, según diversas leyendas. Bajó por la calle de la panadería, que ya despedía un suculento aroma. Se cruzó con un esquivo gato blanco y negro. Siguió su camino decidido a culminar su trágico plan. Al torcer la esquina de la lechería se topó con doña Esperanza, una anciana de pelo blanco, moño apretado en la nuca y escrupuloso luto por indumentaria.
-          Buenos días Vicente, buena madrugada pegaste hoy para no tener ganado.
-          Buenos días doña Esperanza. Voy a por moras e higos, que a los dormilones nunca les tocan.
-          Pues yo hoy me levanté mucho antes de lo normal. No sé que barrunta mi cabeza que no he podido pegar ojo… Venga pues, antes que te los coman los pájaros.
Vicente siguió su camino dando pasos cada vez más firmes. Una lechuza le chistó desde lo alto del establo del señor Prudencio. Calla diablo, que ya sabes donde voy, todo el mundo lo sabe –le dijo al animal.
Así, continuó Vicente Miranda con su paso ligero, pues el sol empezaba a despuntar tras el cerro del Lobo, donde había un promontorio que recordaba a tres ejecutados en la Guerra Civil. Pasó casi al trote junto al promontorio, y allí, sentado bajo un chaparro, pelaba una manzana Casimiro cien vidas, uno de los tres fusilados.
-          Pero Casimiro, que ya despunta el sol ¿qué haces por aquí? –le dijo Vicente.
-          Pues esperarte, qué narices voy a hacer. Anda y vuélvete a la cama, que la noche sólo es para las alimañas y los muertos, y tú no eres ni lo uno ni lo otro.
No llegó ni a detener su paso ligero sin tiempo de replicar al alma de Casimiro cien vidas. Siguió hasta que tocó el brocal del pozo de la mimbrera. Los primeros rayos de sol, procedentes del cerro del Lobo, iluminaron todo el valle. Vicente se asomó al pozo y no vio nada más que piedras. Había sido cegado muchos años atrás. Volvió arrastrando los pies, pasando junto al promontorio de muertos de la Guerra Civil; el establo del señor Prudencio, del que solo quedaban unas ruinas; la antigua lechería, cerrada muchos años atrás. Compró un pan recién hecho y se dispuso a desayunar tomando una aromática tila, como en otras ocasiones.
Alberto Villares.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

Este jueves... El ídolo.

EL BUDA
Llevaba desde las siete y treinta de la mañana recorriendo las calles de una gran urbe de cuyo nombre no quiero acordarme. Aún faltaban unos minutos para que se produjese un nuevo amanecer. Los viandantes enfocaban su rostro hacia el este, esperando ser los primeros en recibir la iluminación solar. Yo era testigo de todo lo relatado mientras, con mi escoba rígida, barría una cantidad significativa de colillas en el suelo de una parada de autobús.
Todo seguía el mismo orden de todas las mañanas hasta que ocurrió algo que produjo un giro realmente inesperado. Sobre una papelera de las que se acoplan al cuerpo de una farola, encontré una figura. Era uno de esos budas calvos y obesos que solemos ver en los restaurantes chinos. El caso es que la figura era tan grande que no cabía en la papelera y la habían dejado encima. No es que los barrenderos padezcamos de síndrome de Diógenes (aunque a veces lo parezca), pero tenemos un sentido especial para imaginar una utilidad para cualquier objeto desechado. Yo de momento no había pensado qué hacer con el buda, pero lo llevaba colocado sobre la tapa del cubo de mi carro. Caminaba empujando el carro y mirando al buda. O, mejor dicho, el buda me miraba a mí.
Me disponía a cruzar la calle cuando pasó el autobús. Esta vez no era uno de los conductores habituales sino un hombre calvo y obeso con pinta de buda. Pensé que era fruto de mi imaginación. Continué caminando y me crucé con un buda que empujaba un carrito con un bebé. Al pasar por el quiosco de prensa me saludó un buda desde su interior. Paseando un perrito iba un buda gordo y calvo fumando un cigarrillo. En la parada de autobús había dos señoras con aspecto de buda: obesas y calvas.
 
Todo esto me pareció demasiado y por momentos temí caer en la locura. El buda de mi carro seguía mirándome. O, ahora, era yo quien le miraba a él. El caso es que ya no veía la cara del buda sino la mía. Sí, era la misma cara que veía por las mañanas al levantarme y mirarme al espejo. No le di demasiada importancia y seguí caminando. Todos los acontecimientos seguían el mismo orden de todas las mañanas, con la salvedad de que ahora yo conducía el autobús. Me crucé conmigo mismo empujando un carrito de bebé. Compraba el periódico y me saludaba a mí mismo. Acariciaba a mi perrito, que acababa de bajar a pasear. Esperaba al autobús acompañado de un individuo igual que yo. Opté por dejar aquella figura en el mismo lugar donde la había encontrado. Pensé que ser calvo y obeso ya no era algo tan malo.

Alberto Villares.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Un hombre, una mujer y una vaca en una balsa.

LA DOTE
Dicen que del amor al odio hay un paso. Es lo que les pasó a un joven oficial del ejército norteamericano y a su amada vietnamita, durante la famosa contienda que ambas naciones libraron en los años sesenta. El soldado se enamoró tan fuerte de la chica que tuvo que desertar para casarse con ella. La boda fue por el rito vietnamita y no faltaron flores de loto ni ofrendas a los ancestros. La dote que recibió la chica fue una vaca. Como el soldado había desertado, decidieron empezar una nueva vida al otro lado del océano. Los habitantes de la aldea construyeron una gran balsa y la equiparon con todo tipo de útiles de supervivencia y víveres, incluida la dote de la chica: la vaca.
Se embarcaron y permanecieron a la deriva durante seis días. Se abrazaban, besaban y, con cierta inquietud, miraban a la vaca. El animal, que no se amilanaba, les sostenía la mirada. El ex soldado le dijo a su esposa que, al llegar a tierra, podrían matar a la vaca para obtener unas primeras rentas con la venta de la carne; a lo que la bella vietnamita, no sin fruncir el ceño, respondió que no. Propuso a su marido que la vaca sería utilizada en las labores agrícolas como animal de tiro.
Durante todo el séptimo día la pareja estuvo discutiendo sobre el destino de la vaca. Él llegó incluso a buscar el cuchillo que utilizaría para despiezarla. Ella también localizó el azadón que sería acoplado a la vaca para labrar las tierras. La vaca, cada vez más tensa y sintiéndose víctima de la contienda matrimonial, decidió ignorar a la pareja y afinó la vista en busca de algún atisbo de tierra firme.
El ex soldado, presa de su propio orgullo, comenzó a afilar el cuchillo mientras miraba maléficamente a la vaca; la bella asiática, por su parte, cogió el azadón de forma defensiva mientras miraba a los ojos de su marido.
Ocurrió que la vaca, al intuir el verdor de tierra firme, emitió un mugido y se lanzó al agua. La pareja, azadón y cuchillo en mano, miró pasmada cómo la vaca se alejaba nadando lentamente. Nadie volvió a saber de ellos ni de la vaca.

Alberto Villares